El rancho (VI)

Le dieron una cantimplora con agua y otra con una bebida isotónica y la empujaron a la Transfrontera. El contraste con el paisaje que dejaba atrás la bloqueó. Miles de personas se apiñaban anónimas, miserables, sucias y sedientas. Allí donde ponía su mirada sólo veía un único rostro envuelto por una costra de rencor y desconcierto. Negociaban con avidez y sin bondad, a empujones, alzando la voz por encima del gentío y de las nubes de polvo, que cada pie sobre la tierra levantaba. En cada intercambio, ni un minuto para la consideración o la comprensión; empatizar podía hacerlos vulnerables y débiles, tenían miedo de perderse.

Algunas casas se arracimaban contra los altos muros de cemento; bloques de tablas, cajas y cables que mantenían el conjunto en pie a duras penas. Por como crecía la vida en ese recinto hostil, la prohibición de vivienda parecía más un consejo paternal, que una oportunidad para la multa o el castigo.

Briana caminaba aterrorizada, incómoda e incapaz de imaginar qué podría pasar si no lograba salir de ahí. El sol comenzaba a descender, quedaba poco para el desmantelamiento de los puestos ambulantes y para que la moratoria para el asesinato, la tortura y las violaciones, comenzase. Una mano cubierta de tierra seca, con cuatro uñas ribeteadas de negro, la agarró por el hombro. El puño de Briana, como un resorte, se contrajo directo a la dueña de esas manos. La sangre caía sobre el labio inferior de Lea, densa y brillante. Casi al mismo tiempo gimió un gilipollas y la arrastró entre el bullicio que comenzaba a romper la crisálida abotargada en la que parecía vivir, para fijarse en ellas.


Mientras Briana corría, sin saber qué quería de ella y temiendo que fuera un Kerbero, Lea, a la que le costaba poder con el peso muerto de la otra, dobló el cuello de su parka, dejando visible un mechón de pelo blanco. Rápidamente volvió a cubrirlo, esa era la marca de los Vínculos. El cuerpo de Briana se relajó por completo, incluso se adaptaba mejor al contorsionado baile de la Transfrontera. El número de personas no era tan agobiante como por la mañana y aun así venían a su mente imágenes de documentales narrando ríos metalizados de hormigas, que sin descanso cargan hojas y terrones de tierra que superan con creces su peso.

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