El rancho (IV)

La ciudad se arremolina en la cuenca de un valle. Anteriormente el emplazamiento había sido una depresión verde, húmeda y con un extraño microclima que la convertía en un lugar casi tropical.

Ahora una arenilla azulada, como gravilla finísima, molida varias veces, lo cubre todo; la maleza que crece mal y con esfuerzo, los tejados de uralita, las lámparas que iluminan los caminos principales, también las escaleras que ascienden desde la base de la metrópolis hasta la cumbre de las colinas. Es allí donde se refugian en los días en los que el smog se posa sobre la ciudad. Sólo ahí arriba pueden bucear y aspirar un poco de aire.

Mientras caminaba, un chemtrail de color oliváceo rasgó el cielo nocturno en el que se enarbolaban nubes de color pardo y violeta. Eso hizo que acelerase el paso. Se encontraba delante del Kel Tamashek. Llamó dos veces a la puerta y con la navaja hizo tres cortes sobre el marco de madera. La puerta se abrió un poco, dejando espacio para que una nariz con un puente pronunciado se asomase. Assuf Chabiba, cómo no ¿Se acordaría de ella?

Por un momento dudó, conocer la contraseña no sería suficiente para que se la reconociera como amiga. Afortunadamente, la puerta se abrió por completo, Assuf la cogió entre sus brazos:

¡Amigha! ¡Gran amigha! ¡Briana querida, has vuelto!

Siempre se expresaba de esa forma anacrónica, que lo hacía entrañable y lejano. La empujó hacia el interior con suaves toquecitos en la espalda. Esto era casa, un calor agradable la inundó por dentro, se sentía a salvo. Hacía mucho que no experimentaba esa sensación.

El interior era una gruta excavada en la piedra de una de las laderas de la montaña, aquí el descenso de la temperatura era notable. Algunas mesas estaban ocupadas. Al fondo, junto a la chimenea que ardía furiosa, sin importar la temperatura que afuera derretía las suelas de los zapatos, un cuarteto le recordaba los viejos tiempos; los tipos eran mayores, una mujer sentada en el suelo como un indio raspaba la dentadura de la calavera de un caballo, los demás llevaban el ritmo con panderetas, laúdes y gaitas, hilvanando palabras ininteligibles y quejidos.

Del techo colgaban octaedros transparentes en cuyo interior crecían pequeños ecosistemas; en algunos casos desiertos en miniatura, en otros océanos, bosques o selvas. La luz de las lámparas se colaba entre las capas de plástico creando formas luminosas y parpadeantes sobre las mesas, como quien mira a través de un microscopio.


La miró fijamente mientras vertía licorcafé en un vaso de boca ancha, sin hielos, la botella estaba tan fría que al caer el líquido en el recipiente, emergían pequeñas volutas de vaho.

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