Al primero que conoció
fue a Balbina de Carros. Se asomó a la ventana con los ojos pintados y el
carmín corrido. Un estruendo de vajilla estampada contra las paredes,
acompañaron sus pasos acelerados hasta que abrió la puerta.
La abrió jadeando. Llevaba
un vestido floreado que le dejaba los hombros al aire, parecía salido de un
México imaginario de los años 30. Saludándola efusivamente, la apretó contra su
pecho y con más prisa aún, le dio dos besos al aire.
-Me tengo que ir ¡La
casa es tuya! Todo está… bueno, todo está donde tiene que estar. Abre armarios,
cajones y todo lo que consideres necesario. Puso un par de veces
los ojos en blanco y meneaba la cabeza como si tuviera calambres en el cuello.
-En serio, me tengo
que ir –Como si algo la retuviera. Ya nos veremos ¡Verás qué bien todo!
Un pájaro tropical
gobernaba la cocina. La miró desde lo alto de uno de los estantes. La casa
tenía tres pisos, el suelo de tierra y grandes vigas de madera sostenían el
techo. Los muebles supuraban humedad, las puertas estaban descolgadas, de la
nevera escurría un líquido amarillento y a pesar de todo, todo estaba
perfectamente colocado.
Las botellas de aceite
encajaban las unas con las otras, el perfil biselado de las cafeteras las unía
en una perfecta línea de escuadra y cartabón, los botes con especias, pastas y
arroces brillaban en la misma dirección, incluso las moscas se acumulaban en
los bordes de las tulipas obedeciendo a alguna suerte de equilibrio físico que
las hacía encajar en el marco de abandono y pulcritud de la estancia.
Subió al segundo piso,
tres puertas se enfrentaban a otras tres. Fue abriendo las habitaciones hasta
dar con una vacía. Se sentó en el suelo y poco a poco fue resbalando hasta
quedar tendida sobre el suelo, cerró los ojos, mientras con los dedos repasaba
las uniones de las tablas de madera que formaban el suelo.
Se despertó con un
picor en el brazo. Era un mosquito haciendo su faena, lo aplastó con la palma
de la mano dejando una pequeña mancha marrón rojiza en su brazo. Bajó a la
cocina buscando un papel con el que limpiarse, en la terraza se encontró con un
hombre; el pecho desnudo, los pantalones desabrochados, se acariciaba mientras
con los ojos vidriosos y vacíos miraba a lo lejos. Tardó un par de minutos en
darse cuenta de su existencia, entonces deshizo su boca en una sonrisa
contraída e incómoda.
-Ey, mllmofael
–Extendió su mano, esperando que a una distancia de veinte pasos pudiera
estrecharla. Pero puedes llamarme Doc, todo el mundo me llama así. Volvió a meter
su mano dentro del pantalón mientras la recorría con la mirada.
Quiero que sepas que
aquí somos una familia –Se levantó y se situó tan cerca de ella que podía contarle
las venitas de los ojos. Todos, aunque vayamos de un sitio a otro y cada vez
seamos alguien nuevo. Todos somos una familia. Lo que le pasa a uno le pasa al
otro ¡Es un sistema! –le tocaba las puntas del pelo mientras hablaba. Ella sin
ganas aspiraba su olor a cerrado; como si un hombre se hubiera metido en un
armario orientado al norte y fumase sin pausa mientras el moho y el musgo
crecen por las paredes de madera. Posiblemente aún no lo entiendas, pero según
pase el tiempo lo comprenderás. Cuando uno llega a un sitio ha de integrarse,
aceptar a los demás, valorarlos. Ahora estás aquí y eres uno de nosotros.
Formas parte de nosotros –Dio un par de pasos atrás distraído y disperso, no
era capaz de notar la diferencia entre estar sentado y de pie. Empezó a repetir
frases. Frases que ya no le
dirigía a ella si no a alguien que estaba mucho más lejos- Te quedarás.
Quédate. Quédate. Hice malas elecciones. Malas… elecciones. Te quedarás
¿Verdad? –Pequeñas bolsas de saliva blanca se iban formando en las comisuras de
su boca. Se limpió la cara quemada con las manos, intentando despejarse el cuelgue.
En
ese momento, la cacatúa se abalanzó sobre él. Con las garras por delante,
dispuesta a arrancarle los ojos. Se apartó, cayendo aparatosamente sobre la
silla de plástico, se mordió el labio y su barbilla brillaba cubierta de
sangre. La nueva inquilina, lo miraba desde lejos, queriendo reírse, pero sin
dejar de mirar al pájaro de colores que desde lo alto del murete observaba a
Doc maldecir, jurar y lloriquear.
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