El rancho (VII)

El sol comenzaba a descender, intensificando los tonos amarillos y anaranjados del desierto. Estaban delante de una de las construcciones más distinguidas que había visto hasta el momento. Tablones de madera y uralita formaban la fachada que se permitía el lujo de tener una ventana enrejada y algunos tiestos en los que crecían tréboles y malas hierbas. Lea tocó tres veces en el cristal con su anillo y se sentó a esperar en la tierra. Las sombras de la alambrada cruzaban su rostro, reforzando aún más una expresión severa y cruda.

Unos ojos saltones y ensombrecidos, acompañados de una gran nariz aplastada contra el cristal, se asomaron a la ventana. Desaparecieron y la puerta de la casa se abrió. Cubriendo casi por completo el marco de la entrada, apareció lo que en ese momento Briana identificó como un gigante poco amistoso que las invitó a pasar.
En las paredes de la sala se alternaban láminas de metal con tablones de madera. Un mostrador de zinc rebotaba la luz de las lámparas por la estancia. Botellas de cristal con líquidos de múltiples colores, muñecos y extraños medallones, ristras de ajos, cebollas y mazorcas de maíz, hojas de palma y quemadores de incienso que como pequeñas chimeneas inundaban el ambiente de humo muerto, se repartían entre estanterías, altares e, incluso, por alguno de los taburetes.
Se sentaron en uno de esos taburetes bajos y esperaron a que el gigante volviera. Cuando lo hizo traía consigo unos platos humeantes; arroz, verduras y una pasta rojiza muy picante.
Él es Assuf. Assuf Chabiba –dijo Lea-. Pasaremos aquí la noche, lo intentaremos de madrugada.
Cenaron en silencio y sin más compañía que un par de canarios que piaban y volaban pegados al techo de la sala. En el momento en el que dejaron los cubiertos sobre los platos, Assuf volvió; recogió y limpió la mesa, escogió una de las botellas del mostrador; el líquido transparente tomaba un tono rosáceo por la descomposición de las antocianinas.
Indispensable, señorita, para alcanzar lo alto del muro, puede que incluso más que los arneses y cuerdas que Lea le pueda dar ¿Cuál es tu nombre?
Briana.
¿De qué zona vienes, Briana?
Del Oeste, cerca de las marismas.

Bien, bien, puede que volvamos a vernos. Tienes suerte de que te hayan expulsado por estas fechas ¡Un día de veinticinco horas y licor de ciruelas! No necesitas mucho más.

El rancho (VI)

Le dieron una cantimplora con agua y otra con una bebida isotónica y la empujaron a la Transfrontera. El contraste con el paisaje que dejaba atrás la bloqueó. Miles de personas se apiñaban anónimas, miserables, sucias y sedientas. Allí donde ponía su mirada sólo veía un único rostro envuelto por una costra de rencor y desconcierto. Negociaban con avidez y sin bondad, a empujones, alzando la voz por encima del gentío y de las nubes de polvo, que cada pie sobre la tierra levantaba. En cada intercambio, ni un minuto para la consideración o la comprensión; empatizar podía hacerlos vulnerables y débiles, tenían miedo de perderse.

Algunas casas se arracimaban contra los altos muros de cemento; bloques de tablas, cajas y cables que mantenían el conjunto en pie a duras penas. Por como crecía la vida en ese recinto hostil, la prohibición de vivienda parecía más un consejo paternal, que una oportunidad para la multa o el castigo.

Briana caminaba aterrorizada, incómoda e incapaz de imaginar qué podría pasar si no lograba salir de ahí. El sol comenzaba a descender, quedaba poco para el desmantelamiento de los puestos ambulantes y para que la moratoria para el asesinato, la tortura y las violaciones, comenzase. Una mano cubierta de tierra seca, con cuatro uñas ribeteadas de negro, la agarró por el hombro. El puño de Briana, como un resorte, se contrajo directo a la dueña de esas manos. La sangre caía sobre el labio inferior de Lea, densa y brillante. Casi al mismo tiempo gimió un gilipollas y la arrastró entre el bullicio que comenzaba a romper la crisálida abotargada en la que parecía vivir, para fijarse en ellas.


Mientras Briana corría, sin saber qué quería de ella y temiendo que fuera un Kerbero, Lea, a la que le costaba poder con el peso muerto de la otra, dobló el cuello de su parka, dejando visible un mechón de pelo blanco. Rápidamente volvió a cubrirlo, esa era la marca de los Vínculos. El cuerpo de Briana se relajó por completo, incluso se adaptaba mejor al contorsionado baile de la Transfrontera. El número de personas no era tan agobiante como por la mañana y aun así venían a su mente imágenes de documentales narrando ríos metalizados de hormigas, que sin descanso cargan hojas y terrones de tierra que superan con creces su peso.

El rancho (V)

Cuando me informaron de mi expulsión no lo sentí demasiado. No podía ver la diferencia entre estar aquí o en cualquier otro lugar. Me encogí de hombros, metí un par de cosas en la mochila, abracé a los pocos amigos que me quedaban, pensé en llamar a mis padres y traté de ponerme en contacto con mi hermano.

Han diseñado las fronteras para crear una falsa impresión de cordialidad y cercanía; «El lugar común», anuncian con sorna los carteles a la entrada. Ya no son una alambrada acabada en pinchos o un paso fronterizo con policías y perros intimidantes. El espacio ha aumentado entre un país y el siguiente. Se permite toda clase de negocios, en un limbo de legalidad.

Y a pesar de todo, allí no hay infraestructuras, adoquinado o alumbrado, no hay fuentes, ni bancos en los que descansar. Todo dura lo necesario o hasta que no queda luz. Crecen por las mañanas hasta que el reloj de arena se queda sin polvo, para que a la mañana siguiente todo vuelva a comenzar.

Las naciones han comprendido cómo funciona la información, los chismorreos y las manifestaciones, la mala publicidad ya no existe. Ahora sus actuaciones son mucho más sutiles y peligrosas, apenas hay filtraciones o noticieros veraces. Es imposible tener una idea clara y fiable de lo que pasa. El acoso es disfrazado de oportunidad; delante de nosotros se perfila un futuro tambaleante y árido en el que no queda tiempo para el nervio.

Encontrar una esquina o recodo en el que agazaparse y pasar la noche en ese ancho corredor de cemento y polvo, es casi imposible. Y aún en caso de encontrar algo, nada te garantiza no toparte con alguna de las bandas de mercenarios contratadas por los gobiernos. Tipos como los Kerberos, con sus cascos cubiertos por largas plumas de cuervo, pasean sin control y seguros, sus sombras se alargan contra el reflejo de las luces rojas que protegen la transfrontera, formando una cárcel dentro de otra.

El rancho (IV)

La ciudad se arremolina en la cuenca de un valle. Anteriormente el emplazamiento había sido una depresión verde, húmeda y con un extraño microclima que la convertía en un lugar casi tropical.

Ahora una arenilla azulada, como gravilla finísima, molida varias veces, lo cubre todo; la maleza que crece mal y con esfuerzo, los tejados de uralita, las lámparas que iluminan los caminos principales, también las escaleras que ascienden desde la base de la metrópolis hasta la cumbre de las colinas. Es allí donde se refugian en los días en los que el smog se posa sobre la ciudad. Sólo ahí arriba pueden bucear y aspirar un poco de aire.

Mientras caminaba, un chemtrail de color oliváceo rasgó el cielo nocturno en el que se enarbolaban nubes de color pardo y violeta. Eso hizo que acelerase el paso. Se encontraba delante del Kel Tamashek. Llamó dos veces a la puerta y con la navaja hizo tres cortes sobre el marco de madera. La puerta se abrió un poco, dejando espacio para que una nariz con un puente pronunciado se asomase. Assuf Chabiba, cómo no ¿Se acordaría de ella?

Por un momento dudó, conocer la contraseña no sería suficiente para que se la reconociera como amiga. Afortunadamente, la puerta se abrió por completo, Assuf la cogió entre sus brazos:

¡Amigha! ¡Gran amigha! ¡Briana querida, has vuelto!

Siempre se expresaba de esa forma anacrónica, que lo hacía entrañable y lejano. La empujó hacia el interior con suaves toquecitos en la espalda. Esto era casa, un calor agradable la inundó por dentro, se sentía a salvo. Hacía mucho que no experimentaba esa sensación.

El interior era una gruta excavada en la piedra de una de las laderas de la montaña, aquí el descenso de la temperatura era notable. Algunas mesas estaban ocupadas. Al fondo, junto a la chimenea que ardía furiosa, sin importar la temperatura que afuera derretía las suelas de los zapatos, un cuarteto le recordaba los viejos tiempos; los tipos eran mayores, una mujer sentada en el suelo como un indio raspaba la dentadura de la calavera de un caballo, los demás llevaban el ritmo con panderetas, laúdes y gaitas, hilvanando palabras ininteligibles y quejidos.

Del techo colgaban octaedros transparentes en cuyo interior crecían pequeños ecosistemas; en algunos casos desiertos en miniatura, en otros océanos, bosques o selvas. La luz de las lámparas se colaba entre las capas de plástico creando formas luminosas y parpadeantes sobre las mesas, como quien mira a través de un microscopio.


La miró fijamente mientras vertía licorcafé en un vaso de boca ancha, sin hielos, la botella estaba tan fría que al caer el líquido en el recipiente, emergían pequeñas volutas de vaho.

El rancho (III)

Ese es el nombre con el que se llaman así mismos los Transfronterizos. Con la aprobación de nuevas, contradictorias e inexactas órdenes, han quedado relegados a una suerte de cuarta clase, de casta de la que quedan pocos recuerdos y los que quedan han sido alterados por miedos y creencias supersticiosas.

Antaño eran viajeros; comerciaban, trabajaban de lo que iba saliendo, buscavidas en resumen. Rompían sus identificaciones, dejaban de relacionarse con las administraciones, caminaban en paralelo a la burocracia: estaban dentro de las bases de datos, pero al no producir absolutamente nada y no reclamarlo, sus nombres nunca eran cotejados. Permanecían invisibles, al margen de registros, deberes y obligaciones.

El estallido de la Burbuja de la Información convirtió los datos personales en una especia más con la que traficar, pervirtiendo su filosofía, impidiéndoles conservar su carácter etéreo de vagabundos por decisión propia. Con el endurecimiento de las leyes de trabajo y el cierre de muchas fronteras, persistir como Nuevo Migrante, sin reclamar y sin aceptar la subordinación al sistema se volvió casi imposible. Los gobiernos investigaban hasta el último detalle de su biografía. Yo misma fui expulsada durante años por no alcanzar el porcentaje de nacionalidad requerido. Fuimos expulsados muchos, quedando en una suerte de limbo de naciones; no nos aceptaban en ninguna parte, porque nuestros genes no eran de ninguna parte. Un conglomerado de naciones, aunque en la mayoría de los casos eso no definiera nuestras culturas, que habían conseguido evolucionar hacia una desnacionalización de la identidad. Fuimos obligados a vagar por las fronteras; éramos tantos que los límites empezaron a estar hiperpoblados.

Como Balbina, elegí lugares rodeados de numerosas fronteras. Lugares cuya cultura geográfica hubiese dado lugar a muchas y pequeñas agrupaciones, eso me permitió saltar de una a otra cuando mi cara se volvía demasiado conocida. Las grandes ciudades no sirven, existen demasiados controles para acceder a víveres y viviendas, se premia a los delatores de los transfronterizos que se comportan como permanentes y las penas para los infractores sólo eran de un tipo: escarnio y muerte. Así, en estos pequeños grupos, donde la subsistencia marca la mayoría de las actividades, sobrevivir, incluso alcanzar cierta comodidad, es considerablemente más fácil.

En cualquier caso, estas medidas acabaron fracasando. Lo que esperaban sirviese para controlar la superpoblación y que los recursos se distribuyesen mejor, sólo sirvió para desplazar el problema hacia otras zonas. Alcanzar el porcentaje de nacionales absolutos resulta casi imposible. La mayoría de la población ha acabado viviendo en un nomadismo obligado, viajando arbitrariamente, mientras el exterior de las fronteras quedaba casi desértico.

Actualmente, los controles son más laxos, por eso he vuelto. Pero después de tanto tiempo, es imposible dejar de ser un transfronterizo. Es lo que le ocurre a Balbina; sentimos cómo algo corre detrás nuestra, a veces incluso podemos escuchar su respiración atropellada, la quietud nos agarra por la garganta, ahogándonos, la familiaridad nos incomoda y humilla, apenas podemos interpretar los rostros que nos miran, hemos pasado demasiado tiempo desconfiando y sólo somos capaces de ser nosotras mismas entre desconocidos.

M. irrumpió en la cocina empujando un carro lleno de cacharros, chatarra y plásticos. Abrió la nevera y cogió una lata de cerveza, abriéndola se sentó en el suelo: LA PUTA CACATÚA. Abrió sus ojos aún redondos de lo joven que era, su cara de pan se quedó blanca. ME CAGO EN SU MADRE. LA PUTA CACATÚA. VERDAD. No era capaz de controlar su tono de voz por debajo del grito. MIRA LO QUE ME HIZO A MÍ. Se levantó la camiseta, sujetaba con la boca un pico y con la mano libre tiraba de la parte de atrás, no parecía un chico muy listo, al darse la vuelta les mostró una espalda llena de muescas moradas y translúcidas. LA PUTA CACATÚA CON SUS PUTAS GARRAS. LA HE INTENTADO ECHAR MIL VECES, PERO VUELVE A ENTRAR.

La chica dejó a Balbina tumbada sobre uno de los colchones que tenían en la cocina y a M. cagándose en la cacatúa. Al salir casi se choca contra Doc que le acarició la barbilla y la besó en la frente rápidamente. Llevaba un par de puntos en la suya, no pudo hacer otra cosa que alegrarse.

El rancho (II)



La ducha estaba al otro lado del patio de cemento. Allí se colocaba la manguera sobre un enganche y se introducía por la boca de un canasto de plástico, se mezclaba con el agua caliente que había ya dentro, y poco a poco, a través de unos agujeritos hechos a navaja iba resbalando sobre el pelo. Apenas caía suficiente para empaparse.

Extendió la toalla sobre el suelo del patio y se recostó al sol. Al rato, casi en duermevela, escuchó ruidos, como si una grúa del puerto dejara caer pesadamente cajas y cajas de pescado sobre el muelle. El aire viciado y pesado, con todas esas partículas de polvo amarillento, hizo que se diera cuenta de la tontería. La figura de Balbina apareció en el marco de la puerta. Hoy llevaba una peluca de pelo largo y oscuro, brillaba sintéticamente sobre sus hombros. La miró, sonrió y se acurrucó junto a ella. Luego, poco a poco, se fue desnudando.

La Cacatúa volaba en círculos sobre ellas, hasta que se apoyó sobre uno de los árboles del patio. Su mirada hizo que se vistiera y arropase con la toalla, miró inquieta el cuerpo desnudo de Balbina y nuevamente a la Cacatúa, apenas tuvo tiempo de volver a girar la cabeza, las garras ya rasgaban el cuerpo desnudo de Balbina, ni siquiera gritó. La espantó con la toalla y emprendió el vuelo.

*****

Acarició con la palma de la mano la piel abotargada de Balbina, algunas zonas comenzaban a hincharse y amoratarse alrededor de las heridas ensangrentadas. Mojó un paño en agua tibia y las limpió soplando sobre ellas. Fue machacando, junto al aceite de hipérico, tomillo y hojas de abedul y tomatera. La Cacatúa estaba al otro lado del cristal, mirándolas.

¿Has conocido al Doctor?
¿A Doc?
Sí –sonrió un poco- a Doc.
Ajá.
No hagas mucho caso de nada de lo que te diga. Mi consejo es que evites a Doc, no es de fiar. Te robará tu historia, dirá que es suya y cuando se meta en líos te la devolverá para que te apañes.
Hubo un largo silencio. En parte porque no entendió a qué se refería y en parte porque quién era él y quién le había pedido ningún consejo.
Comenzó a colocar los emplastos sobre las heridas de Balbina, este empezó a gimotear.
No te quejes ahora, que lo peor ya pasó. Dime ¿A qué te dedicas?
Soy un Nuevo Migrante.

El rancho (I)



Al primero que conoció fue a Balbina de Carros. Se asomó a la ventana con los ojos pintados y el carmín corrido. Un estruendo de vajilla estampada contra las paredes, acompañaron sus pasos acelerados hasta que abrió la puerta.

La abrió jadeando. Llevaba un vestido floreado que le dejaba los hombros al aire, parecía salido de un México imaginario de los años 30. Saludándola efusivamente, la apretó contra su pecho y con más prisa aún, le dio dos besos al aire. 

-Me tengo que ir ¡La casa es tuya! Todo está… bueno, todo está donde tiene que estar. Abre armarios, cajones y todo lo que consideres necesario. Puso un par de veces los ojos en blanco y meneaba la cabeza como si tuviera calambres en el cuello.
 
-En serio, me tengo que ir –Como si algo la retuviera. Ya nos veremos ¡Verás qué bien todo!

Un pájaro tropical gobernaba la cocina. La miró desde lo alto de uno de los estantes. La casa tenía tres pisos, el suelo de tierra y grandes vigas de madera sostenían el techo. Los muebles supuraban humedad, las puertas estaban descolgadas, de la nevera escurría un líquido amarillento y a pesar de todo, todo estaba perfectamente colocado.

Las botellas de aceite encajaban las unas con las otras, el perfil biselado de las cafeteras las unía en una perfecta línea de escuadra y cartabón, los botes con especias, pastas y arroces brillaban en la misma dirección, incluso las moscas se acumulaban en los bordes de las tulipas obedeciendo a alguna suerte de equilibrio físico que las hacía encajar en el marco de abandono y pulcritud de la estancia.

Subió al segundo piso, tres puertas se enfrentaban a otras tres. Fue abriendo las habitaciones hasta dar con una vacía. Se sentó en el suelo y poco a poco fue resbalando hasta quedar tendida sobre el suelo, cerró los ojos, mientras con los dedos repasaba las uniones de las tablas de madera que formaban el suelo.

Se despertó con un picor en el brazo. Era un mosquito haciendo su faena, lo aplastó con la palma de la mano dejando una pequeña mancha marrón rojiza en su brazo. Bajó a la cocina buscando un papel con el que limpiarse, en la terraza se encontró con un hombre; el pecho desnudo, los pantalones desabrochados, se acariciaba mientras con los ojos vidriosos y vacíos miraba a lo lejos. Tardó un par de minutos en darse cuenta de su existencia, entonces deshizo su boca en una sonrisa contraída e incómoda.  

-Ey, mllmofael –Extendió su mano, esperando que a una distancia de veinte pasos pudiera estrecharla. Pero puedes llamarme Doc, todo el mundo me llama así. Volvió a meter su mano dentro del pantalón mientras la recorría con la mirada. 

Quiero que sepas que aquí somos una familia –Se levantó y se situó tan cerca de ella que podía contarle las venitas de los ojos. Todos, aunque vayamos de un sitio a otro y cada vez seamos alguien nuevo. Todos somos una familia. Lo que le pasa a uno le pasa al otro ¡Es un sistema! –le tocaba las puntas del pelo mientras hablaba. Ella sin ganas aspiraba su olor a cerrado; como si un hombre se hubiera metido en un armario orientado al norte y fumase sin pausa mientras el moho y el musgo crecen por las paredes de madera. Posiblemente aún no lo entiendas, pero según pase el tiempo lo comprenderás. Cuando uno llega a un sitio ha de integrarse, aceptar a los demás, valorarlos. Ahora estás aquí y eres uno de nosotros. Formas parte de nosotros –Dio un par de pasos atrás distraído y disperso, no era capaz de notar la diferencia entre estar sentado y de pie. Empezó a repetir frases. Frases que ya no le dirigía a ella si no a alguien que estaba mucho más lejos- Te quedarás. Quédate. Quédate. Hice malas elecciones. Malas… elecciones. Te quedarás ¿Verdad? –Pequeñas bolsas de saliva blanca se iban formando en las comisuras de su boca. Se limpió la cara quemada con las manos, intentando despejarse el cuelgue.

En ese momento, la cacatúa se abalanzó sobre él. Con las garras por delante, dispuesta a arrancarle los ojos. Se apartó, cayendo aparatosamente sobre la silla de plástico, se mordió el labio y su barbilla brillaba cubierta de sangre. La nueva inquilina, lo miraba desde lejos, queriendo reírse, pero sin dejar de mirar al pájaro de colores que desde lo alto del murete observaba a Doc maldecir, jurar y lloriquear.

Los valientes

En esta ciudad
de bares abarrotados
verborrea y alcohol caro
que no emborracha
construyo vidas lejanas
que podrían suceder
y qué quizá
si nos esforzamos
nunca ocurran.
Toda la furia
que no deja de llamar
se escurre
entre hojas de cálculo
y cafés de máquina.
La tormenta
como un animal asustado
se estrella contra los cristales
Intentamos
no perdernos
borrando las huellas
del progreso
con orgasmos
piel
y sangre.

Blues del Perdido

Enséñame como ha de ser la vida
Sólo quiero tomar el camino correcto
Y no volver la vista atrás
¡Oh, hermano!
Extiende tu mano y desenvuelve mi camino
asomaré mi mirada a tu verdad
como si de la primera mañana se tratara
¡Oh, hermana!
Explícamelo otra vez,
prometo seguirte
y no dudar de tu palabra.
¡Oh, señor!
Si estás ahí, guíanos,
haz tu marca dorada
sobre el camino.
Somos muchos esperando
a nuestro flautista.
Y si al final,
nadie baja de los cielos
¡Oh, madre!
Perdona cada duda
Es difícil ver el camino
cuando conoces tan poco
Prometo no olvidar
lo que sé.

Cadáver exquisito


Volví a casa con la espalda cubierta de sudor. Apenas podía ver, píxeles negros iban cubriendo poco a poco mi vista. Las piernas me temblaban. Agarré la bola de pelo que subía por mi garganta y tiré de ella.

En la calle, un hombre sujeta entre sus rodillas un cartel amarillo reflectante. "INAUGURACIÓN JEANS MEX. VAQUEROS AL 50%". Su enorme culo aplasta unos almohadones, atados a una caja de botellas de cocacola. Limpia las gafas de una niña que canta y salta a su alrededor. La calle está completamente vacía de gente que va y viene, chocándose entre ellos, susurrando chorradas que no piensan.

A otro lo veo desde la ventana de mi oficina. Se sienta en un banco, todos los días a las 12.37, coloca su azadón en el borde y mira hacia el cielo durante 12 minutos antes de volver a remover la tierra.

Al final hablé con él. Dando los detalles adecuados, pronunciando las palabras correctas, descubriendo con pulcritud mi vida, evitando las miserias, sonriendo mucho. Nos dijimos nuestros nombres, insistimos en saber cómo se pronunciaba cada uno, como si fuéramos a dejarnos pasar por ese hueco que hay en todas las vidas para otras vidas.

Sin saber cómo, tuve una regresión a esa carretera, donde los perros ladraban, ornamentando el viaje, como los gnomos de cerámica en los jardines pobres de espíritu.

Algo del color del hielo en verano caía desde la ventana. Te quitaste el gorro, acariciándote la cabeza y negando varias veces la forma esférica de la tierra.

Al otro lado de la radio, las bombas siguen cayendo, mientras explicas con cuidado histórico el porqué de la tristeza.

Las prostitutas pasean por el parque con una naranja en cada mano, la mayoría no tiene más de quince o diecisiete años. Lucen su piel ceniza, magullada y seca. Enseñan su cuerpo con total desinterés, alejadas de él revoletan con la mirada de un transeúnte a otro.

En el banco más alejado, a un costado del quiosco, escondido por árboles y matorrales, hiedras y carteles publicitarios, que anuncian algo que siempre parece mejor, me esperaba Irana. Pelo corto, mirada gris y una bolsa de pegamento en su regazo.